Miedo
en las alturas
¡No
es posible! ¡Son las ocho! Voy a llegar tarde al aeropuerto. No puedo faltar a la reunión de la empresa. Es vital captar al cliente asiático ¿Cómo es posible que a pesar de sonar la alarma me quedara de nuevo dormido? Claro, estoy solo en casa y no he oído
ningún ruido. Menos mal que dejé la cafetera preparada y solo falta meter en la
maleta un pijama y la máquina de afeitar. No me queda más remedio que hacer
varias cosas a la vez: llamar a un taxi, beber un café negro sin
azúcar y mirar a través de la ventana para ver si llueve.
¡Maldita sea! Esta llave no entra bien.
Forcejeo sin poder cerrar la puerta del piso. Llamo al ascensor y como siempre,
sube ronroneando como un gato perezoso. ¡Venga, joder, que es para hoy!
Al menos el taxista ya me espera en la puerta. Le he pagado por adelantado más dinero del que cuesta
la carrera para no perder el tiempo y
que pise el acelerador. Al fin se divisa el aeropuerto. Después de tantos
semáforos y retenciones noto cómo se me acelera el pulso. Llego a la
terminal sudando y con la respiración entrecortada. Después del sprint me propongo hacer algo de deporte. Parece
que me va a dar algo. Si no fuera por este trabajo, ¡a estas horas me subía yo a un avión!
¡Qué guapa es la azafata! Me hace pasar con
una sonrisa de modelo. Vaya, aquí también tengo que esperar a que el hombre que
está delante de mí coloque su equipaje. Para abreviar decido ayudarle a colocar
una de las mochilas que lleva. Al levantarla percibo una pulsación, o ¿es un
tictac? Al volverme, observo que la cara barbuda de su dueño no hace ningún
gesto de agradecimiento. Espero no tener que aguantarlo a mi lado.
El avión despega y mis preocupaciones
aumentan con el riesgo del viaje. No soporto los aviones, me hacen sentir
vulnerable y miedoso como un niño. No sé quién es el comandante. Dicen malas
lenguas que a los jefes de vuelo les gusta beber, con eso de que el trabajo duro lo hace el
piloto automático se quedan tan anchos. Los ruiditos de la mochila asaltan mi
memoria. ¿Debería decirle algo a la azafata? Va a pensar que soy un histérico y
que veo demonios donde no los hay. ¿Y si
es una bomba? De todas formas, para algo ponen los escáneres en la entrada del
aeropuerto. Soy un imbécil. Si es una bomba ya no hay remedio. Moriremos todos.
Suspendidos a más de diez mil metros, volamos sobre
algodones blancos y mi ánimo se queda igual de colgado que el avión. La ingravidez
aparente me hace sentir, por un instante, una paz que me hacía falta. ¿Por qué me esfuerzo tanto
en el trabajo? Uno no debería matarse para poder comprar una vida de lujo. No
hay tiempo para disfrutarla si la ambición se desboca. Y es tan fácil que
todo desaparezca en un segundo. Tengo que hacer testamento, no puedo dejar mis
asuntos tan desorganizados. El tictac vuelve de nuevo a mi mente. Tengo que
avisar. ¿Y si está en mi mano evitar la catástrofe?
—¡Azafata!¡Azafata! — Ya viene—. ¿Puede
traerme algo de beber?
¡Cobarde! ¿Pero qué me pasa? Tengo la
obligación… ¡Estoy harto de obligaciones! Igual es mejor desaparecer de una vez. ¿Quién me va a echar en falta? ¿Mi
mujer? Ya…, hace tiempo que sé lo que hace. ¿Mis hijos? No los soporto:
adolescentes malcriados que sólo saben pedir dinero. Ninguno de ellos quiere seguir
mis pasos y mantener la empresa en la que he dejado mi vida. Les soy más
rentable si muero hoy. Al menos, me recordarán agradecidos por no haberles dejado
ninguna deuda.
Noto la vibración del avión. Entramos en
una zona de turbulencias.
–¡Azafata!¡Azafata! —quiero que se
acerque—. Ese hombre de ahí delante, el de la barba, ha subido una mochila a
bordo, puede ser un terrorista. He oído ruidos dentro.
Todas las miradas del pasaje me taladran. Tanto
escándalo por unos relojes infantiles de pared. El hombre con pinta de afgano me mira amenazante. Deseo
desaparecer. Soy un ejecutivo competente, sé tomar decisiones y calibrar las
situaciones de riesgo. ¿Cómo es posible que haya llegado al estado de pánico?
El avión aterriza y ya en suelo firme me
digo convencido: «tengo que plantearme viajar en otros medios de transporte».
Lana Pradera